lunes, 28 de enero de 2019

No hagas ruido.

No hagas ruido. Cuando entres en la casa, no hagas ruido. Me he ido a dormir y ya no recuerdo si te dejé la puerta abierta o eché la llave. Me estoy empezando a despertar aunque mi cabeza todavía sigue soñando. No sé si la puerta está cerrada y estás pasando frío en la calle, esperando a que salga al portal para abrirte o, por el contrario, te la dejé abierta de par en par y ni siquiera has pasado por mi calle, por mi ciudad.

Aquella noche cuando te fuiste te dije que te la dejaría abierta, por si volvías, que lo hicieras con total libertad. Supongo que solo saliste a fumarte un cigarro, a hacer de mis ilusiones ceniza. Te lo dejo pasar porque sabes que tu olor mezclado con el del tabaco y sonrisas rotas me gusta mucho. Veo que por la mañana tu lado sigue frío, como tú. Como todo. La importancia que le resto a la situación me la cargo a la espalda a modo de mochila, para que me acompañe siempre.

Mírame, tú que decías que no arriesgaba, aquí estoy abriéndome en canal por ti, gracias a ti y a pesar de ti. Pero siento que de mí ya no queda sangre que pueda brotar, que toda te la bebiste noche tras noche con una sonrisa de oreja a oreja, sabiendo perfectamente qué hacías, y cómo mover tus peones para que aniquilaran a la reina, mientras hacían mirar al rey.

No hagas ruido porque estaré dormido, con los pies fríos pero mi corazón sabes que sigue caliente. Alguien que te da lo que te ha robado sin haberte dado ni cuenta, siempre será tu héroe.

Te volviste a marchar. Me volví a marchitar. Si tengo un cactus es porque la constancia a la hora de cambiarle el agua a nuestras flores nunca fue mi fuerte. Te volviste a ir pegando un portazo, sacando la puerta de quicio. La arreglé y la barnicé. He cambiado la cerradura, y te he dejado una copia debajo del felpudo; ya no recuerdo si te eché para siempre.

A día de hoy me sigo despertando y tu lado sigue intacto, son muchas las esquinas que me hablan de ti. El azúcar me sabe amargo y el corazón ya no late con la misma intensidad. 

No hagas ruido. No lo harás porque no volverás.
Tú perdiste a alguien a quien le importabas.
Yo perdí a alguien a quien no le importaba.
Tu pérdida, no la mía.
No hagas ruido, porque ahora la casa está insonorizada.

lunes, 21 de enero de 2019

In vino veritas.

A veces me gusta pensar que las personas son como los vinos, los hay de toda clase de sabores, con distintos aromas, proveniencias y los cuales vas descubriendo en diferentes etapas de tu vida. A veces te gustan más, otras menos. Te dejan un buen sabor de boca y quieres tener una botella a todas horas en la mano y otras tienes que tirar la botella casi entera porque sabes que ese vino a ti no te va a hacer bien.

Veo a las personas como botellas de vino, nunca uno es igual al otro ni tienen la misma esencia. Está esa en la que el corcho sale a la primera, sin dejar mijita dentro, sin desperdiciar su contenido y son esas personas que con solo un vistazo sabes que son buenas, que jamás podrían hacerte daño. Que se abren contigo dócilmente y que sabes que estarán siempre ahí.

Por otro lado el clásico, cuando no tienes abridor pero te apetece muchísimo una copa, mueres de sed e intentas de todo por quitar el corcho, esas personas que cuesta mucho que se abran contigo incluso cuando das el callo e intentas con uñas y dientes llegar a su fondo. Prácticamente imposible.

Los hay parecidos al anterior caso, pero la diferencia radica en que éstos si se dejan abrir, puedes acceder a ellos. El inconveniente llega cuando el corcho no lo has sacado del todo y cae dentro. Por minúscula que sea la mota, ya va a estar contaminado. Son esos a los que tenemos que evitar, esas personas tóxicas que por muy bien que nos sintamos con ellas, siempre siempre nos harán daño porque lo que es su esencia ha cambiado.

A lo largo de mi corto camino he tomado muchas copas de vino, algunas han sido solo una copa de una noche, por otros vino me hice alcohólico. Otras veces he querido tomarme una copa, y una vez teniendo la sustancia en el vaso, he dejado caer éste haciéndose añicos en el suelo, lamentándome por el descuido pero a la larga sabía que sería mejor.

Es curioso como una botella de vino puede jugar diferentes papeles en nuestras vidas. El consuelo de una ama de casa, abrumada por su vida monótona, esperando a que los niños se vayan a dormir para poder sentarse en el sofá a pensar en qué hará su marido cuando le dice que tiene trabajo hasta tarde, pero sabe que su jefe le ha dado el día libre.
Esa pareja de enamorados que, cegados por el amor que se procesan el uno al otro, piden la botella más cara en el que fue el restaurante donde cenaron juntos por primera vez, recordando todo lo que pasaron juntos y lo que les queda por vivir.

Esa botella vacía a los pies de la cama del hombre que sin fuerza de voluntad se bebió 3 botellas solo por el hecho de sentirse vacío, creyendo que así podría llenarlo; intentando engañar al corazón con el estómago lleno.
Esa joven inconsciente, su primera fiesta con los amigos y decide llevar una botella de su casa a escondidas de sus padres.

Tanto para un funeral, como para una boda, un bautizo o un divorcio; cada uno le da el valor que quiera al vino, como a las personas. Dependiendo de en qué momento nos acompaña.

Para mí, la copa más amarga fue cuando no vino.
 Y me quedé solo, deseando que eso simplemente fuese un mal sueño.
No quería creer que de aquella botella que aparentaba ser perfecta, me había tragado todas las mentiras y excusas sin saborear, del tirón.
Que no me di cuenta que no saqué el corcho, sino que me había atragantado con él.

Siento que mi mejor copa es la que todavía no me he bebido y que sé que está ahí.