lunes, 21 de enero de 2019

In vino veritas.

A veces me gusta pensar que las personas son como los vinos, los hay de toda clase de sabores, con distintos aromas, proveniencias y los cuales vas descubriendo en diferentes etapas de tu vida. A veces te gustan más, otras menos. Te dejan un buen sabor de boca y quieres tener una botella a todas horas en la mano y otras tienes que tirar la botella casi entera porque sabes que ese vino a ti no te va a hacer bien.

Veo a las personas como botellas de vino, nunca uno es igual al otro ni tienen la misma esencia. Está esa en la que el corcho sale a la primera, sin dejar mijita dentro, sin desperdiciar su contenido y son esas personas que con solo un vistazo sabes que son buenas, que jamás podrían hacerte daño. Que se abren contigo dócilmente y que sabes que estarán siempre ahí.

Por otro lado el clásico, cuando no tienes abridor pero te apetece muchísimo una copa, mueres de sed e intentas de todo por quitar el corcho, esas personas que cuesta mucho que se abran contigo incluso cuando das el callo e intentas con uñas y dientes llegar a su fondo. Prácticamente imposible.

Los hay parecidos al anterior caso, pero la diferencia radica en que éstos si se dejan abrir, puedes acceder a ellos. El inconveniente llega cuando el corcho no lo has sacado del todo y cae dentro. Por minúscula que sea la mota, ya va a estar contaminado. Son esos a los que tenemos que evitar, esas personas tóxicas que por muy bien que nos sintamos con ellas, siempre siempre nos harán daño porque lo que es su esencia ha cambiado.

A lo largo de mi corto camino he tomado muchas copas de vino, algunas han sido solo una copa de una noche, por otros vino me hice alcohólico. Otras veces he querido tomarme una copa, y una vez teniendo la sustancia en el vaso, he dejado caer éste haciéndose añicos en el suelo, lamentándome por el descuido pero a la larga sabía que sería mejor.

Es curioso como una botella de vino puede jugar diferentes papeles en nuestras vidas. El consuelo de una ama de casa, abrumada por su vida monótona, esperando a que los niños se vayan a dormir para poder sentarse en el sofá a pensar en qué hará su marido cuando le dice que tiene trabajo hasta tarde, pero sabe que su jefe le ha dado el día libre.
Esa pareja de enamorados que, cegados por el amor que se procesan el uno al otro, piden la botella más cara en el que fue el restaurante donde cenaron juntos por primera vez, recordando todo lo que pasaron juntos y lo que les queda por vivir.

Esa botella vacía a los pies de la cama del hombre que sin fuerza de voluntad se bebió 3 botellas solo por el hecho de sentirse vacío, creyendo que así podría llenarlo; intentando engañar al corazón con el estómago lleno.
Esa joven inconsciente, su primera fiesta con los amigos y decide llevar una botella de su casa a escondidas de sus padres.

Tanto para un funeral, como para una boda, un bautizo o un divorcio; cada uno le da el valor que quiera al vino, como a las personas. Dependiendo de en qué momento nos acompaña.

Para mí, la copa más amarga fue cuando no vino.
 Y me quedé solo, deseando que eso simplemente fuese un mal sueño.
No quería creer que de aquella botella que aparentaba ser perfecta, me había tragado todas las mentiras y excusas sin saborear, del tirón.
Que no me di cuenta que no saqué el corcho, sino que me había atragantado con él.

Siento que mi mejor copa es la que todavía no me he bebido y que sé que está ahí.

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