miércoles, 6 de abril de 2016

La última calada.

¿No te  ha pasado nunca que te has sentido como ese último cigarro de la cajetilla? ¿Quién iba a saber que era el último? Ni él mismo. ¿Pero de qué hablo? No había caído en que aquí el cigarro siempre he sido yo; tú solamente los labios que lo conducían a una fría y segura destrucción en el más duro de los cimientos, -y pisoteado, pa' rematar bien la faena- entre inspiración y espiración, que entre tus carcajadas no sabías que se me iba consumiendo la vida con cada calada. Eso sí, tú siempre tan inocente, sin saber que tras esos labios agrietados y sedientos de mentiras y sangre de corazones puros -ya ves, hoy me ha dado por los corazones- se iba apagando una llama, para dejar una colilla inservible que ni el más adicto a la nicotina un domingo por la tarde y sin tabaco, querría coger del suelo.

De una cosa me di cuenta, al igual que estos tubos de papel llenos de sustancias necesarias para un fumador, yo también tenía luz, brillaba. A diferencia de ti; de otro hecho me percaté, tú no tenías ese brillo. Que a lo mejor queda feo echarme flores -¿quién me las va a echar si no lo hago yo? ¿tú? lo dudo.- y que solamente lo digo para desprestigiarte, no es así, mi abuela también me lo dice. Y con todo esto llegué a una conclusión, y es que el que no sabe centellear, malgasta su tiempo en apagar a los demás.

Yo siempre cigarro, y pensaba que era porque te había causado adicción. Aunque ignorase por completo la realidad, como era de suponer no era así, ni mucho menos. En ese mismo instante posé mis pies sobre el suelo, el mismo al que me mandabas cuando terminabas conmigo. Pero esta vez hay una diferencia, no estoy sobre mis rodillas, ni volveré a estarlo; esta vez estaba frente a ti, mirando al peligro a los ojos y muy desafiante yo, lancé mi grito de guerra. No te tenía más miedo, ya no era preso de tus cadenas.

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